Yo estuve casada. Duró poco tiempo.
Empezó como la mayoría de los matrimonios: con ilusión, planeando viajes, viendo conciertos. Con mensajitos inesperados al móvil. Con ganas de sexo. Acomodando el día para pasar más tiempo juntos. Contando secretos.
Y como todo, la cosa empezó a cambiar gradualmente, casi imperceptiblemente. Un coito y dos salidas a cenar por semana. Dormir evitando rozarnos por el calor del mes de julio. Largos silencios, en los que sólo se escuchaban nuestras barrigas haciendo la digestión. Mientras, viendo la tele, leves caricias inconscientes a lo largo del brazo, un brazo sin principio ni fin.
La noche de nuestras bodas de oro, vimos una película después de cenar. Cuando terminó, nos recostamos en el sofá, con las piernas apoyadas al lado de la cabeza del otro. No cabíamos bien, y antes de poder caerme salí a nuestro amplio balcón, que daba a la piscina comunitaria de la zona residencial a las afueras de la ciudad en la que vivíamos. Me fumé un cigarro con las piernas subidas en una de las sillas de paja y cojín blanco de nuestra terraza. Mi marido no citó lo gracioso que era que yo moviera los dedos de mi pie derecho involuntariamente. Ya estaba bien dormido. Desde el sofá sólo podía ver mis pies.
Me senté en todas las butacas y sillas del salón para observarle dormir desde todas las perspectivas, sin hacer el menor ruido. Le besé en la comisura del labio, vacié el cenicero, y me fui.
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