Resulta sorprendente la cantidad de estereotipos que tenemos en Occidente sobre el Islam. Solemos condenar una religión, una cultura y unos ritos, a una generalidad que es injusta. Nos gusta meter en el saco del odio a todo el mundo, sin pararnos a pensar en los errores que estamos cometiendo. En un mundo aterrado por los Talibanes y los ataques suicidas, no somos capaces de ver más allá de un burqa como estigma y custodio de la libertad. Y si después de criticar sin conocer seguimos sin estar contentos, entonces nos regodeamos en nuestra propia ignorancia creando polémica alrededor de un tema del que no tenemos ni idea.
Todos los países musulmanes son diferentes entre sí. Los hay más o menos estrictos, más o menos tradicionales, más o menos tolerantes. Malasia ha sido para mí la gran sorpresa del Sudeste Asiático, un lugar del globo cuyo nombre inspira una mezcla entre misterio y desconfianza. Siendo el Islam la religión oficial del país, existe sin embargo libertad de culto. La ley en Malasia se divide en dos caminos, uno proveniente del sistema inglés, y otro reflejado por la ley islámica, aplicable a los malayos musulmanes.
La enorme plaza que hay a los pies de las Torres Petronas muestra el esplendor económico de uno de los polos económicos más importantes de toda Asia. Restaurantes elegantes y cafeterías modernas alegran los alrededores, todos repletos de jóvenes con maneras más occidentales que asiáticas, pero a la vez dejando una especie de aroma antiguo en el aire.
Ashikin estaba tomándose un café con una amiga en una de esas mesas. Era viernes y acababan de salir del trabajo. Hablaban de los planes para el fin de semana y se reían contando los chismorreos de la oficina, como sólo las chicas saben hacer, mientras ambas fumaban esos cigarrillos mentolados tan femeninos. Ashikin es parte de la población mayoritaria en Kuala Lumpur, los malayos musulmanes. Lleva el característico hiyab – o velo musulmán – desde que era adolescente, momento en el que decidió llevarlo. Su amiga, también malaya musulmana, sólo llevaba el pelo suelto adornado con una diadema. Decía que, hasta ahora, no se sentía preparada para llevarlo. Tanto la hiyab como la diadema estaban en perfecta armonía con el resto de sus respectivas ropas. En el caso de Ashikin, una larga y bonita falda que terminaba justo encima del empeine para dejar a la vista unos llamativos tacones de aguja de diez centímetros. Entre calada y calada de su cigarrillo mentolado, mientras le daba pequeños sorbos al café, explicaba los detalles de la organización de su boda. De vez en cuando, utilizaba la parte de atrás de su iPhone a modo de espejo para comprobar que el broche que sujetaba el hiyab estaba en su sitio. No era una chica especialmente rica, pero sí era coqueta como pocas. Sin embargo, era también una mujer consciente de la realidad en Malasia. Formada en Económicas, sabía bien que la competencia en su país se trata no sólo entre las tres razas dominantes – malayos, chinos e indios –, sino también entre hombres y mujeres. Y dado el creciente número de mujeres universitarias en este país, la mayoría de mujeres también deben saber lo que sabe Ashikin.
Vale que existan prácticas que a nuestros ojos siempre serán una barbaridad, entonces, luchemos contra ellas sin dañar a otras que no tienen tanta importancia. Señalemos la ablación como atrocidad, pero dejemos que la gente se cubra el cabello como quiera. Nuestro problema es que le damos más importancia a un trozo de tela sobre la cabeza que a la cabeza en sí. El hiyab moderno está hecho de poliéster y algodón, y se pone directamente, sin que quede ninguna arruga y sin darle ninguna vuelta. Así que somos nosotros los que deberíamos dejar de darle vueltas. La mayoría de mujeres deciden si llevarlo o no, y para ellas es la forma personal que tienen de transmitir el respeto a su religión. El Islam se respeta igual con velo o sin él. Incluso con tacones, o sin ellos.