El abrazo que tú necesitas no lo tengo yo, ni nadie. Se lo han llevado. Lo han robado. Y no encuentro explicación, no hay blasfemias suficientes para mentar tras preguntarme por qué yo no puedo crearlo. Por qué nadie lo tiene. Por qué duermes sin abrazos.
Un hombre en edad madura, Gregorio Loma, se fijó en Adriana, mientras ella contaba la ausencia de abrazos, cuando encendía un cigarrillo. Al principio dudó, pero ambos necesitaban algo similar. Jugaban a lo mismo y fue fácil distinguirlo: pocos ojos cuentan los abrazos que tienen los demás. Sintió curiosidad por sus motivos y por su nombre. Así que decidió correr tras ella, para quizás, invitarle a un café de lágrimas o a un abismo de síntesis sobre el pasado, y poderlas diluir, como si fueran un terrón de azúcar, de una vez por todas.
De hecho, se saltaron ese paso. El cuerpo de Adriana Belver yacía en la calle, rodeado de gente que no se atrevía a acercarse a menos de dos metros. El conductor del camión trailer no daba crédito a lo ocurrido, y la ambulancia, ya innecesaria, estaba en camino. Gregorio nunca podrá saber las razones, pero apartaba a la multitud para abrirse paso.
Y por fin, Adriana Belver, que nunca buscó más allá de la amargura de no tenerlos, recibía el primer abrazo en mucho tiempo.
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