En 14 horas de viaje se puede atravesar el océano Pacífico, cambiar de continente, cambiar radicalmente de cultura y empezar una segunda parte de este viaje alrededor del mundo. Ese es el tiempo que nos tomó ir desde Seúl a Los Ángeles, haciendo escala en Shanghái durante 3 horas – donde fuimos “inmigrantes ilegales” por unos minutos (el tiempo de un par de cigarros), ya que pisamos China sin visado porque salimos del aeropuerto, debido a que nos pareció que las autoridades chinas no se aclararon en cuanto a que estábamos de “tránsito”.
La diferencia entre ambas zonas del planeta es casi un mundo entero. Llegamos desde Seúl, donde hacía frío, a Los Ángeles, donde un sol espléndido nos abrasó los hombros. Las calles, las caras de la gente, los edificios, los coches, los paisajes… Menudo cambio. Vuelta a Occidente, esta vez, a la cuna de todo lo que ha marcado la vida occidental en las últimas décadas: los Estados Unidos de América.
La ciudad de Los Ángeles, en realidad, pues no me gustó mucho. Se extiende por cientos de kilómetros (bueno, millas, porque aquí no se usa el sistema métrico), haciéndola totalmente inabarcable si no se tiene coche. Todo pilla lejos en L.A., y para colmo, el servicio de transporte público es de las cosas más podridas que he visto en un país desarrollado. Aun así, conseguimos movernos un poquito, paseamos por el centro y un día fuimos a Hollywood a ver el Paseo de la Fama y la famosa colina de “la Meca del cine”. La sensación que tuve es que ya había visto Los Ángeles. Cuántas películas habremos visto, que me dio la impresión que me sabía las calles de memoria. En fin, lo mismo me equivoco con la ciudad, pero no puedo decir mucho más porque sólo estuvimos 4 días. Y fue el último día en L.A., antes de ir a Santa Bárbara, cuando cometimos el que creemos un craso error: comprar un ticket de autobús abierto durante 30 días para atravesar EEUU. Ahora explico por qué.
Pasamos por Santa Bárbara sólo una noche para visitar a Sarah, una chica muy maja que estuvo hace un par de años de intercambio en Murcia, y me alegró mucho verla. Santa Bárbara tenía pinta de ser una ciudad monísima, pequeña y coqueta, sin la monstruosidad de Los Ángeles. Desde ahí cogimos de nuevo el autobús para ir a San Francisco. Bien, para un trayecto que normalmente no dura ni 4 horas en coche, para nosotros en autobús duró 10 horas. Pienso que pasamos por todos los pueblos de la maldita California, en un bus bastante incómodo y sucio, con el plus de un penetrante olor a pipí que emanaba del excusado del vehículo. Que haya tenido que pasar por el Vietnam al que todos consideran pobre, por la China a la que todo el mundo teme, y por la Corea a la que nadie conoce, todos con unos buses de putísima madre, rápidos y limpios, donde hasta te daban una botellita de agua, y que me digan que “ESOS” son los buses en el desarrollado país de Estados Unidos, jefe del mundo durante décadas, me deja atónita. Ya me había quedado claro en Los Ángeles que en USA lo que mola es el coche, pero, digo yo, alguien habrá que no tenga, y esos, ¿cómo viajan? Y es respondiendo a esto donde se confirma doblemente nuestro error: la gente se mueve en EEUU por avión, que aparte de ser más rápido, sale hasta más barato. Ahora no es de extrañar que estemos acojonados porque Estados Unidos es básicamente una burrada de país, más grande que un demonio. Al mirar el mapa y ver que estamos en la Costa Oeste, y que tenemos que llegar hasta el Atlántico en poco más de dos semanas (para amortizar el billete) en el Greyhound, me tiemblan hasta las cremalleras de la mochila. Si se mira desde otro ángulo, lo de pasar por la América profunda, con millas y millas de campos de maíz, puede ser positivo…
Antes de empezar ese infierno autobusero, estoy disfrutando de mis últimas horas en la espléndida ciudad de San Francisco. De verdad, chapó. Definitivamente es una ciudad impresionante, con un alma especial y que vibra de forma elegante. San Francisco huele a porro de marihuana, a pastelería que acaba de sacar algo del horno y a detergente para la ropa, turnándose de vez en cuando. Combina lo fino y lo elegante, con lo moderno y trash, ya que ofrece una estampa algo extrema, por ejemplo, con la maraña de vagabundos, pobres, locos, alcohólicos y drogadictos que se pasea por las calles del centro durante la noche, calles que sólo están iluminadas por los escaparates de tiendas caras. En Los Ángeles me quedé impresionada con la cantidad de gordos que había, pero gordos con obesidad mórbida (quizás porque en Asia todo el mundo es estilizado… a lo mejor fue el contraste!), y en San Francisco me ha sorprendido la cantidad de locos que hablan solos o gente que se pasó de drogas en los 80 o 90 y están por ahí tirados.
El hostal en el que estamos es súper agradable, y estamos conociendo a gente muy maja. Hemos estado en un dormitorio mixto de 4 personas, así que hemos compartido literas con Seb y Medi, dos chicos franceses. Un sol de muchachos, así jovencitos. Me recordaban a mi hermano Popi, porque decían el mismo tipo de bromas y pavadas, así que nos hemos reído un montón y les hemos cogido cariño. Luego hay algunos españoles, muy agradables también.
En fin, que no puede parecer tan exótico como Asia, pero Norteamérica guarda secretos también, y tengo ganas de descubrirlos. Eso sí, desde ya estoy segura que dichos secretos no están en la comida: en 10 días he comido más grasa que en los 6 meses de viaje precedentes. Madre mía, espero no volver a Europa rulando!!