Aquella mañana, Adriana Belver ojeaba distraída la prensa local, en el receso que se permitía con un café precipitado en el trabajo, y se detuvo en la reseña sobre una de las nuevas actividades propuestas por la Concejalía de Juventud del Ayuntamiento: taller de abrazo-terapia. No son muy originales, pensó. Esto de los abrazos se ha puesto de moda. No hace mucho se había tropezado en el centro de la ciudad con un chico candoroso que repartía abrazos gratis. Los presupuestos municipales dan para todo, censuró. Y un mohín involuntario le recordó que estaba envejeciendo, porque cada vez se sentía menos indulgente con ciertos asuntos.Y los abrazos quedaron ahí. O al menos, eso creyó Adriana. Pero lo cierto es que se alojaron en un rincón del subconsciente, traviesos. Y fue cuando, después de un día duro llegó a casa y salió a recibirle, como siempre, su vieja gatita, se sorprendió al oír preguntarse a sí misma ¿y a mí, desde cuando no me abrazan?
Al día siguiente, camino de su trabajo, empezó un pequeño juego: adivinar si las personas con las que se cruzaba habían sido abrazadas o no recientemente. Esa mujer joven que avanza con decisión, y deja un alo de perfume caro, tiene el aura de un abrazo más intensa aún que su aroma. Ese hombre, sin embargo, que camina por delante con una cartera parece llevar dentro malas noches de hotel, demasiadas horas de coche, y ningún abrazo. Al señor mayor del perrito no hay más que verle para comprender que su mujer acaba de abrazarlo cuando le ha ayudado a ponerse el abrigo, y que le tiene preparado el desayuno cuando vuelva. Al llegar al semáforo en el que apenas pueden frenar los coches que vienen endiablados desde la autovía, siguió cruzándose con seres abrazados y desabrazados, nueva categoría para clasificar a las personas y a ella misma. Y en el trabajo siguió haciendo lo mismo, sin malicia y sin compasión, como quien organiza rutinariamente objetos y papeles en la necesidad de otorgarles un orden tan absurdo como estéril.Por la noche, en la casa que fue hogar, y del que habían desaparecido todos y cada uno de sus ingredientes, el silencio se deslizaba por los pasillos, sigiloso como su gata. Lamía las superficies de los muebles y dejaba olor a humedad en los cajones. Adriana Belver recorrió todas las habitaciones, encendió cada una de las luces y fue como pasar revista a un ejército de objetos inertes. Libros que ya no se leen, cuadros que se compraron con entusiasmo y que ya nadie mirará. Cerró todas las puertas, apagó todas las luces y el silencio y ella se sentaron frente a frente.
La mañana en la que Adriana Belver se levantó resuelta a hacer abrazo-terapia, trató de imaginar cómo sería. De nuevo, camino del trabajo, calculó posibles abrazos. Éste demasiado blando; este otro, poco decidido, torpe.
A la altura del semáforo, desquiciados, los coches desde la autovía, lo vio venir. Aquí está, se dijo. Un camión trailer de 6 ruedas, a más de 100 kilómetros por hora.
Adriana extendió los brazos y salió a su encuentro.
domingo, 23 de noviembre de 2008
"El abrazo II"
El abrazo que tú necesitas no lo tengo yo, ni nadie. Se lo han llevado. Lo han robado. Y no encuentro explicación, no hay blasfemias suficientes para mentar tras preguntarme por qué yo no puedo crearlo. Por qué nadie lo tiene. Por qué duermes sin abrazos.
Un hombre en edad madura, Gregorio Loma, se fijó en Adriana, mientras ella contaba la ausencia de abrazos, cuando encendía un cigarrillo. Al principio dudó, pero ambos necesitaban algo similar. Jugaban a lo mismo y fue fácil distinguirlo: pocos ojos cuentan los abrazos que tienen los demás. Sintió curiosidad por sus motivos y por su nombre. Así que decidió correr tras ella, para quizás, invitarle a un café de lágrimas o a un abismo de síntesis sobre el pasado, y poderlas diluir, como si fueran un terrón de azúcar, de una vez por todas.
De hecho, se saltaron ese paso. El cuerpo de Adriana Belver yacía en la calle, rodeado de gente que no se atrevía a acercarse a menos de dos metros. El conductor del camión trailer no daba crédito a lo ocurrido, y la ambulancia, ya innecesaria, estaba en camino. Gregorio nunca podrá saber las razones, pero apartaba a la multitud para abrirse paso.
Y por fin, Adriana Belver, que nunca buscó más allá de la amargura de no tenerlos, recibía el primer abrazo en mucho tiempo.
Un hombre en edad madura, Gregorio Loma, se fijó en Adriana, mientras ella contaba la ausencia de abrazos, cuando encendía un cigarrillo. Al principio dudó, pero ambos necesitaban algo similar. Jugaban a lo mismo y fue fácil distinguirlo: pocos ojos cuentan los abrazos que tienen los demás. Sintió curiosidad por sus motivos y por su nombre. Así que decidió correr tras ella, para quizás, invitarle a un café de lágrimas o a un abismo de síntesis sobre el pasado, y poderlas diluir, como si fueran un terrón de azúcar, de una vez por todas.
De hecho, se saltaron ese paso. El cuerpo de Adriana Belver yacía en la calle, rodeado de gente que no se atrevía a acercarse a menos de dos metros. El conductor del camión trailer no daba crédito a lo ocurrido, y la ambulancia, ya innecesaria, estaba en camino. Gregorio nunca podrá saber las razones, pero apartaba a la multitud para abrirse paso.
Y por fin, Adriana Belver, que nunca buscó más allá de la amargura de no tenerlos, recibía el primer abrazo en mucho tiempo.
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